jueves, 28 de marzo

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Opinión

En la muerte de don Arcadio Calvo

Por Pedro Torres Torres, concejal del Ayuntamiento de Almagro (2015-2019)

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La muerte de las personas queridas es siempre dolorosa y dura. Lo es más en circunstancias como las de hoy: tiempos recios, donde, alterados cruelmente los usos ancestrales, se hace obligatorio enterrar a los muertos deprisa y corriendo, casi de tapadillo, sin posibilidad de acompañar físicamente a la familia y sin el alivio que proporcionan los rituales del duelo, ahora suspendidos o reducidos al mínimo. Y el dolor sube todavía más cuando la persona fallecida cumplía en la sociedad un papel relevante, que se antojaba hecho a la medida y para el que va a ser difícil encontrar remplazo.

Don Arcadio Calvo Gómez era un hombre íntegro, educado, laborioso, de maneras exquisitas, con un sentido del humor fino, inteligente y nada ácido, cuyo trato era un auténtico gusto. Desempeñó en Madrid honradamente la carrera laboral, y tuvo la suerte —merecidísima— de que sus cualidades fueran reconocidas de modo unánime. Pero estoy seguro de que todos esos rasgos y vicisitudes palidecían, en la propia percepción, frente a otro que él consideraba el primero y esencial de su identidad: la condición de almagreño. Don Arcadio Calvo fue un almagreño plenamente consciente, que se sentía unido al pueblo no tanto en su concreta materialización actual, sino sobre todo en cuanto entidad espiritual que permanece en el tiempo y es depositaria de atributos muy valiosos que, por alguna clase de prodigio, impregnan de manera natural a los que aquí nacen. Acaso haya gentes modernas y prácticas a quienes esta concepción esencialista de Almagro les pueda resultar anticuada y hasta desdeñable. A él, en cambio, lo llevó a la historia.

Quiero decir que quizá en individuos menos rigurosos una propensión como la de don Arcadio hubiera conducido a cierto tipo de literatura panegírica, enfática y, a la postre, irrelevante, aunque muy bienquista por determinado público y para determinadas ocasiones; él fue inmune a esta tentación, que probablemente nunca le llegara a asaltar. Por el contrario, hombre recto y trabajador, serio e insobornablemente atento a la realidad de los hechos, los buscó incansable y tenaz en la huella que han dejado; o sea, no se permitió jamás la licencia de especular ni de suponer, ni siquiera en aquellos casos donde la especulación y la suposición son moneda común. Se convirtió, pues, en paciente y minucioso explorador de archivos, y vio compensada la aplicación con hallazgos fundamentales para el mejor conocimiento del pasado —en consecuencia, del presente— del pueblo y sus habitantes. He ahí el gran mérito que todos los que aquí han nacido o aquí vivimos hemos de agradecerle: pocos han llegado a tanto con la perseverancia y vocación de don Arcadio; pocos nos han iluminado el ayer —lo grande y lo pequeño del ayer— con tanta claridad y exactitud.

El cargo de Cronista Oficial de la Ciudad —él lo quería así— le venía como anillo al dedo: quien lo nombró puede sentirse satisfecho, porque, siendo un cargo honorífico, el honor era de los almagreños, y porque don Arcadio se lo tomó —integridad hasta el fin de los días— como un deber cívico que cumplió escrupulosamente. Los almagreños le estaremos permanentemente agradecidos.

Por mi parte, confieso sin exageración que conocer a Arcadio ha sido una de las mejores recompensas con que la peripecia de concejal me ha premiado; deseo fervientemente que Dios le dé el descanso y la luz que se merece; confío en que la familia —especialmente Tina, la esposa, que siempre me trató con afecto— sobrelleve el trance con entereza; me uno a ellos en el dolor; y espero que pronto a los almagreños se nos ofrezca la oportunidad de rendirle el homenaje de gratitud que le adeudamos.