sábado, 20 de abril

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Opinión

Semana Santa, ¿una religiosidad de temporada?

Por Fermín Gassol Peco

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Hoy Domingo de Ramos comienza la Semana Santa. Ocho días en los que como cada año los cristianos celebramos la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo, Hijo unigénito de Dios. Para muchos otros sin embargo la semana queda reducida a un periodo de descanso que otorga la oportunidad de disfrutar de las aficiones más variopintas, en un periodo vacacional más, o al decir de un anuncio comercial, en una mini-vacaciones de verano.

La Semana Santa es sin duda un gran negocio para muchos. Si el tiempo acompaña, gasolineras, bares, hoteles y agencias de viajes se forran gracias a una festividad que en principio sólo tiene sentido religioso, cuestión por tanto que siendo coherentes habría que agradecer a la en estos tiempos denostada Iglesia. Creo además que se trata de la única festividad junto a la Navidad, sea del índole que sea, en la que no todos celebran su origen y razón de ser, dándole algunos además un sentido diametralmente opuesto a lo que significa, algo tan extraño como insultante y esperpéntico.

Resulta admirable por otra parte el ambiente festivo que inunda nuestros pueblos y ciudades durante estos días. Todo gira en torno a él. Los mismos ayuntamientos se apresuran a realizar ofertas publicitarias utilizando expresiones religiosas para montar eslóganes turísticos. Todo, desde lo doméstico donde la tradición marca la elaboración de platos y multitud de dulces de temporada, torrijas inexcusables, hasta el talante religioso que muchas familias viven reflejado en la pertenencia a hermandades y cofradías. Hasta aquí su aspecto socio cultural, no teniendo nada más que añadir al respecto por tratarse de algo extrínseco al Misterio celebrado.

Pero centrémonos ahora en aquello que constituye la vida de ese Misterio, en las celebraciones litúrgicas de estos días tan especiales para cientos de miles de personas, tanto en nuestros templos con la lectura de la Pasión, Viacrucis, Santos Oficios como en las calles con multitud de procesiones que escenifican distintos momentos de esa Pasión.

Miles y miles de personas se involucran de una manera ilusionada y abnegada, muchos de ellos jóvenes, tanto en la preparación de los desfiles procesionales como en su participación y la logística que los hace posibles. Una verdadera hermosura contemplar tanto bullicio y tantas horas dedicadas a su culminación y a la ornamentación del “paso” donde el “titular” de la hermandad va portado a hombros de una manera sumamente artística, emotiva y bella, no exenta de sacrificio.

Sin embargo llama poderosamente la atención que una gran mayoría de aquellos que llenan las calles desfilando como penitentes o debajo de los pasos no sigan participando de manera asidua durante el resto del año en las celebraciones eclesiales y menos en los Sacramentos que son quienes contienen la Presencia Viva del Señor. 

La pregunta surge fácil. ¿Que se celebra cuando oímos decir al capataz de un paso con un grito estruendoso…¡al cielo con Ella! o ¡al cielo con Él! ¿Se trata de un sentimiento religioso sin identificación con un acto de Fe? En otras palabras, ¿Se trata simplemente de un sentimiento emocional profundo ante unas imágenes o estos “pasos procesionales” sirven para profundizar en nuestra vida de Fe y compromiso cristiano? 

Sé muy bien que la cuestión es delicada, pero la impresión que se puede transmitir es la de que para muchos de los que participan en las procesiones, la Semana Santa queda limitada a una celebración en la que cada uno, solo Dios lo sabe, manifiesta su religiosidad pero sin continuidad en las celebraciones comunitarias de la Fe y en los compromisos caritativos que la Iglesia tiene con los más necesitados.

La falta de interés en esa vida de la Iglesia durante el resto del año y la exclusiva participación en los desfiles procesionales me lleva a la particular conclusión de que la Semana Santa se convierte para muchos en un cristianismo de temporada, en una semana, incluso para algunos en determinadas horas, comenzando con la salida del paso de su hermandad y acabando cuando se encierra en el guardapasos o en la capilla de una iglesia o convento.