viernes, 29 de marzo

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Opinión

Urdangarín y su autocondena

Por Fermín Gassol Peco

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Parece que aún lo estoy viendo a escasos metros tumbado sobre la tarima flotante del estadio Puerta de Santa María, recuperándose de un golpe recibido en un partido entre el Balonmano Ciudad Real y Barcelona, por cierto con presencia del rey emérito…en aquella época dorada para el balonmano en nuestra capital, aquellos tiempos en los que ambos clubes se tuteaban sobre el rectángulo de cuarenta por veinte.

Iñaki Urdangarín Liebaert era por entonces un excelente jugador de balonmano, lateral zurdo, internacional y medallista, ganador con el equipo azulgrana de multitud de trofeos y títulos. Un joven apuesto perteneciente a una familia guipuzcoana más que acomodada que encandiló a Cristina, hija de Juan Carlos y Sofía, reyes de España. Hasta aquí todo fue casi normal.

Por entonces un jugador de balonmano en el Barcelona podía ganar al año entorno a cincuenta millones de las antiguas pesetas, primas aparte. Un sueldo que se antojaba fenomenal para cualquier español normal y corriente. Cristina e Iñaki se acabaron casando. Urdangarín entraba de esta manera a formar parte de la familia real española, dejando así de ser un español normal y corriente.

En el año dos mil deja de jugar y comienza una nueva etapa, ajena al deporte. Joven y en una situación social muy privilegiada, su nivel de vida ha de estar en consonancia. El matrimonio en estos años respondía a la imagen de una pareja moderna donde la mujer trabajaba y el marido emprendía la aventura empresarial. Hasta que llegó dos mil cuatro. Recuerdo perfectamente la noticia mientras desayunaba. Urdangarín y la Infanta Cristina han adquirido un palacete en Pedralbes en el precio de seis millones de euros, comentaba una cadena de radio. Mi comentario fue, ¿cómo lo van a pagar? Porque Urdangarín no era Messi ni Ronaldo. Algo no encajaba económicamente en aquella adquisición que se vería encarecida en tres millones de euros más debido a las reformas. Luego supimos que Juan Carlos les había prestado dinero…pero la impresionante mansión había que mantenerla.

Y lo que hasta entonces era una economía familiar controlada y desahogada, empezó a tornarse desbocada. Había que sacar dinero como fuera. Y mira tú por donde cierto día, al volver la esquina de sus vidas se encontraron el hambre con las ganas de comer. El hambre la ponía Urdangarín y las ganas de comer Diego Torres. Nacía así una sociedad limitada a dos, en la que uno ponía el conocimiento y el otro su privilegiada posición. Todo fue en esos años de locura económica, cuando los billetes de quinientos parecían servilletas, en los que todo se compraba a precio de latón y se vendía al de oro.

Y aquél excelente jugador de balonmano, marido de una infanta de España, aprovechando que todos los vientos le resultaban favorables, mordió el anzuelo del dinero fácil, cuantioso y rápido. Estaba entrando en el falso paraíso soñado.

Hasta que un mal día, alguien que investigaba otro asunto echó mano por casualidad de unos papeles y vio que algo raro reflejaban. Estaba naciendo el llamado caso Noos que ha dado con los huesos de Urdangarín en la cárcel. Seis años y tres meses en el talego ha sido la condena impuesta por la justicia. Sin embargo, el condenado, llevado por ese orgullo y fatua vanidad, adquirida por su parentesco real y su falso paraíso conseguido de manera ilegal, se impuso asimismo otra condena, una autocondena, la condena de la soledad.

La soberbia de su ficticia posición hizo que despreciara la compañía de otros delincuentes, incluso los de cuello blanco, aquellos que están en el trullo por lo mismo o por algo parecido, optando por la completa soledad. Ahora, curiosamente, al cuñado del rey le está pesando mucho más la condena que se autoimpuso que la penal. Ahora, el exjugador de balonmano pide a gritos que alguien le hable, le diga algo, que alguien le recuerde que está vivo.

Urdangarín es sin duda un ejemplo de libro sobre la ambición desmedida; seguro que cuando lanzaba a puerta el balón con aquella zurda de oro, cuando acababa los partidos triunfador, cuando era un hombre feliz, nunca pensó que al dejar de hacerlo, el señuelo de la desmedida ambición, de la codicia, iba a aparecer y de qué manera en su futuro.

 Ignacio Urdangarín Liebaert es hoy un reo que ocupa por propia decisión un módulo de la prisión de Brieva en completa soledad. Aquello que buscaba, no mezclarse ningún otro preso, privilegio concedido, se está convirtiendo en una desventaja, en una auténtica desgracia para él mismo. Un caso más del ídolo caído y en este caso, de alguien que además la falsa realidad sobre sí mismo, está a punto de acabar por destruirlo. Aquel jugador que lucía de manera brillante el número siete en el dorsal de su camiseta, ha terminado por hacérselo en su misma piel.