He aquí un caso de material dramático de enormes posibilidades malogradas en buena parte, de una historia con entidad que se acaba quedando en un estado plano, no llega al encefalograma de idéntica condición y que no acaba de apurar sus muchas y afiladas aristas críticas, tanto a la hora de haber podido retratar algunos de los males que pueden aquejar a la sociedad norteamericana. Asuntos que van desde racismo hasta la asunción de nuevos tipos de relaciones familiares.

Pero su director, el igualmente y guionista Mike Binder navega por aguas complacientes, sin arriesgar más de lo expuesto por un guión amable y discretamente correcto. En cualquier caso supone, el reencuentro con un actor al que siempre ha sabido sacar un gran partido, con el excelente Kevin Costner de todavía solo 60 años, con el que ya rodara diez años antes la apreciable MÁS ALLÁ DEL ODIO. Ambos tienen de nuevo el mérito de crear uno de esos personajes que no están pensados para regalar azúcar al espectador o para resultar simpáticos. 

Soy consciente que muchos de mis colegas no sienten especial simpatía por el californiano, caído en desgracia comercial y artística en los últimos tiempos. Pero su talento continúa incólume, como se puede apreciar en un papel como con el que pecha en esta ocasión. Nada fácil, un abuelo borrachín que acaba de perder a su esposa y que tiene que hacerse cargo de su nieta negra, frente a la oposición de su padre, un drogata descarriado y de su numerosa parentela, encabezada por una madre de gran aplomo (una convincente Octavia Spencer).

Costner pues, se erige en lo mejor de una función que se sigue sin enojo, que no irrita pero que acaba resultando un tanto rutinaria e insuficiente para elevarse por encima de un tono bastante grisáceo marengo que es el que se acaba imponiendo.

Uno de esos dramas familiares interraciales que se pueden ver un fin de semana en cualquier sobremesa televisiva con ligerísimamente algo más de “entidad”.