Un 2 de Febrero del año 962 fue coronado en Roma Otón I, rey de la Francia Oriental, desgajada del Imperio Carolingio, como primer emperador del que más tarde sería llamado Sacro Imperio Romano Germánico. Dicha coronación fue un intento de esta dinastía sajona de volver a unir a los habitantes europeos en un mismo ente político y religioso, remedo del antiguo y por muchos anhelado Imperio Romano.
Para Otón el Grande, al ascender al trono, su primera intención era reeditar el fenecido Imperio Carolingio, del que era descendiente. Cuando en 961 el Papa Juan XII le pide ayuda, Otón se planta en Roma para defender los derechos del pontífice frente a Berengario, y el vicario de Cristo le coronará emperador; aunque su alianza duró poco, y Otón acabaría deponiendo a Juan XII para imponer a su propio candidato, León VIII, que no fue aceptado en la Ciudad Eterna.
Este longevo Imperio duraría, con sus etapas de esplendor y sus etapas de decadencia, nada menos que hasta 1806 en que Francisco II renuncia a ser emperador del Sacro Imperio Romano Germánico y se conforma con ser emperador de Austria, consecuencia de sus derrotas frente a Napoleón. Con este movimiento, Francisco II pretendía impedir que el corso se hiciese con el título imperial del Sacro Imperio Romano Germánico, consiguiendo así la legitimidad de que carecía en Europa.
Uno de los principales y más destacados emperadores fue Carlos V, nuestro rey Carlos I de España, que heredó sus derechos al Sacro Imperio de su abuelo paterno, Maximiliano. A su vez, él pasaría el testigo a su hermano Fernando, y de ahí surgieron las dos ramas de la familia Habsburgo que tantos gloriosos sucesos dieron a la Historia.
La existencia del Imperio en Centroeuropa fue una de las causas por las que allí no cristalizaron hasta muy tarde unas naciones fuertes y cohesionadas, con un vasto territorio, como en el sur lo hicieron, por ejemplo, España, Francia y Portugal.
Podemos considerar a esta entidad política como un precedente de la actual Unión Europea —aunque sin ceder tantas toneladas de soberanía como en la actualidad, desde luego—. Fue un ente supranacional, y sus fronteras tuvieron gran movilidad a lo largo de los siglos. Nunca hubo una vocación de convertirse en Estado, ni surgió un sentimiento nacional de pertenencia. Simplemente, era una asociación de naciones cristianas con un mismo propósito común, en la que hubo una peculiar coexistencia entre los príncipes y el emperador. Y como en la Unión Europa, era una asamblea quien tomaba las principales decisiones, la llamada Dieta Imperial. Sobre todo, se buscaba mantener una política exterior conjunta y centrada en los problemas del continente europeo; no se metían con los problemas internos de los territorios miembros. La disparidad de intereses y opiniones de los electores provocaba a menudo que la toma de decisiones fuese lenta y complicada.
En temas de política y diplomacia no hemos inventado tanto como creemos en la Era Contemporánea. Nuestras modernísimas instituciones europeas vienen en realidad de muy atrás, y siempre hubo un anhelo latente desde la caída de Roma en los ciudadanos por que hubiese unidad entre los pueblos de lo entonces conocido como “la Cristiandad”. Como todos los ciclos políticos en la Historia, el nuestro también tendrá un final. La pregunta sería entonces: ¿está ya cercano el fin de la Unión Europea tal como la conocemos hoy día?
¡Nos leemos!
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