viernes, 29 de marzo

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Barricada Cultural

 

El gato rubio

por Ignacio Gracia

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No sé si os he dicho que mi abuelo era rubio. Siempre dijo que le gustaría reencarnarse en gato. Casi una vida después de que muriera yo he llegado a la misma conclusión por mis propias razones, que nunca podré corroborar si son las mismas. Son animales que te tienen a ti, no tú a ellos. Son puñeteramente libres. En Egipto eran considerados Dioses, se les llegaba a embalsamar igual que a los faraones. Tienen una percepción extraordinaria, capaces de ver lo que nuestros cortos sentidos apenas vislumbran. Son capaces de entender los códigos, de acceder a secretos ocultos a especies inferiores. A veces intento adivinar lo que pensarán las hormigas de los humanos que las contemplan, si pensarán acaso que somos una suerte de Dioses porque no pueden entender nuestro lenguaje, nuestra sabiduría. Otras, al contrario, si al no entender nosotros el suyo precisamente desconocemos una inteligencia mayor que la nuestra. Imaginaos que sin ese entendimiento pareceríamos animales curiosos que emiten ruidos extraños, y que todo el universo abstracto que se plantea en nuestro cerebro y que somos capaces de verbalizar, la ciencia, el arte, las emociones, serían pasados por alto para un supremo pero despistado censador de especies que nos colocaría al lado de los peces.

Así, el desconocimiento de los códigos del resto de las especies nos hace imposible afirmar que seamos la más inteligente que pisa la tierra. Y si alguna más inteligente que la nuestra no es capaz de entrar en contacto con nosotros igual es que simplemente nos consideran como a las hormigas, o que por alguna misteriosa religión o justicia, no quieren intervenir en nuestro devenir, a pesar de que incluso los masacremos. ¿Creéis que un organismo superior a nosotros sería tal vil como la especie sapiens?

Tal es el caso de los gatos, sospecho. ¿Habéis visto con qué elegancia se mueven? La capacidad de percibir a través del olfato y de sus seguro decenas de sentidos, de esos grandes ojos que parece que perciben el alma, la realidad de las cosas… Esos códigos a los que aludía antes. Quizás, la razón de la existencia. Puede que la de la vida misma. Por eso no descarto que si algún Dios justo eligiese reencarnarse lo hiciera en esta misteriosa especie de felinos, apegados a la vida en la tierra y a sus secretos como ningún otro ser. Cumpliendo un juramento de no interferir en la vida de los seres que utilizan como mascotas, de dejar fluir un ciclo que ellos sí entienden. Por ello eligieron el desafío. ¿Os extraña que otros Dioses tengan deportes de riesgo o experiencias místicas y que para ello se reencarnen en gatos? Yo lo haría.

Pues el hecho es que a lo largo de toda mi vida, después de la muerte de mi abuelo siempre he tenido un gato rubio callejero remoloneando a mi lado. Fueron muchos, pero siempre había uno cerca. Al primero lo encontré maullando debajo del coche. No sé si tenía hambre o soledad. Pero desde que dudó un instante antes de rechazar el trozo de carne que le ofrecí sabía que estaba hecho. Al final nos hicimos amigos, recuerdo que se estiraba perezoso apoyado sobre mi espalda cuando limpiaba en el callejón la bici al sol.

Muchos de ellos fueron y vinieron. La mayor parte murieron en reyertas nocturnas o por el veneno dispuesto por el ayuntamiento para eliminar aquella maldita plaga del callejón que siempre incluía un personaje rubio. El penúltimo fue especialmente huraño y raro.

Este no maullaba porque tenía algún problema en la garganta. Jamás se dejó tocar, al contrario de los demás. Le daba pánico cuando veía a mi madre con la escoba, reminiscencia de alguna traumática experiencia, seguro. Pero nos miraba desde el borde del tejado de uralita de la terraza del piso superior, y comía del tazón que le poníamos, pero solo cuando nos retirábamos a una distancia prudente. El resto del día sesteaba en el tejado en un ángulo muerto al abrigo de nuestras miradas. Un día vino muy enfermo y ni siquiera entonces se dejó coger, aunque comió el antibiótico que le pusimos mezclado en la comida cuando nos alejamos.

El último gato tuvo especial relación con mi padre, se le retorcía en torno a las piernas enroscándole el rabo. Este sí maullaba, y a veces llamaba a mi padre desde el muro de ladrillo enfrente de casa porque sabía que al poco tiempo tendría una suculenta ración de sobras. Hasta un día nos presentó a su prole, a la que pese a que no hubo forma de tocar supongo que les enseñó una buena fuente de comida y de buenas personas. Dicen que los gatos detectan a las personas enfermas, no sé si el motivo del especial cariño del animal por mi padre radicaba en el incipiente cáncer que incubaba, ignorado por todos menos por él. Durante los meses que estuvo en el hospital estremecía oír sus roncos maullidos llamándolo desde el lugar habitual. Más que a la comida extrañaba a su amigo. No cejó en su búsqueda ni un solo día, de tal modo que un vecino con bastante menos sensibilidad que los animales decidió que era demasiada molestia y lo abatió con una plomera. Como dijo Espronceda: “Dele Dios mal galardón…” Aunque supongo que el castigo lo lleva puesto porque jamás en la vida conocerá a nadie, hombre u animal, que se preocupe de esa forma por él. No se lo merece. Os pongo su foto como homenaje.

Y acabo de contar la historia del penúltimo, el mudo. Había desaparecido hace mucho. Un albañil que nos miró el tejado para hacer unas reformas nos dijo que la cubierta estaba muy sucia, y que hasta había un gato muerto hace mucho en el tejadillo de uralita. Es curioso la razón que tiene que hacer a un gato extraño, que no se dejar casi ni mirar, venir a morir al lado de una familia que te ha mostrado un poco de cariño. Cómo te ha tenido que tratar la vida para que escogieras esa muerte. Quizás la razón simple es que nos había escogido y siempre estuvo con nosotros, hasta el final. Manifestando una voluntad impropia de humanos, saldo quizás uno al que conocí y que quería reencarnarse en gato. Una actitud leal solamente propia de los Dioses.

 

Foto: muymascotas.es