viernes, 26 de abril

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Barricada Cultural

 

Todos los caminos (literarios) llevan a Jack London

por Alejandro González Calderón

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Curiosamente iba de camino a Roma cuando abrí por primera vez las tapas de un libro de London. La incomodidad de aquel avión de bajo coste fue anestesiada por la visión de la tundra y el gélido abrazo del Círculo Polar Ártico. No muchos autores serían capaces de trasportarte tan viva y lejanamente a través de la prosa, a través de la simple palabra y relato de su belleza natural y salvaje, a los confines del mundo. Ese, es el “dónde”.

A veces lo mejor de un libro es que te lleva a otros, y hace ya un par de años que conocí la historia de un hombre, cuyas ideas, si bien no dejaron impronta en las páginas de ningún libro, de su propio puño al menos, hablaron a través de sus actos y, por lo menos en mi caso, sirvieron de prólogo a una transformación necesaria para superar la crisis que en aquel momento vivía en mi vida personal: estoy hablando de Christopher Mccandless. Fue primero a través de la adaptación de Sean Penn “Into de Wild” (2007), y más tarde a través del libro homónimo de John Krakauer, que conocí la historia de un hombre que terminó sus estudios y abandonó una prometedora carrera laboral para lanzarse a la aventura de un viaje que, tras dos años, concluyó en Alaska. Quizás en un futuro hable de él más detenidamente, pero no en vano fue Jack London, entre otros, quienes le llevaron a allí a través de sus palabras. Y Chris, a través de su patente amor por la literatura, quien me llevó hasta él. Ese, es el “cómo”.

Y de entre todas, la obra de la que vengo a hablar hoy no es otra que “La llamada de la selva”, un viaje a la naturaleza primitiva e indomable, al frío gélido del Círculo Polar Ártico, a través de los ojos de Buck, un perro cuya fiereza se halla abotargada por generaciones y generaciones de convivencia con el ser humano. Una bestia enjaulada en la comodidad de un hogar en California, que las circunstancias llevan de nuevo a un entorno hostil como perro de trineo en el Yukón, durante la fiebre del oro del siglo XX. Como fichas de dominó cada uno de sus instintos más primitivos y latentes van aflorando, convirtiendo al manso perro guardián en el “Espíritu del Mal”, según las tribus locales: una bestia feroz al frente de una manada de lobos grises, al cual ningún animal o ser humano se atrevería a hacer frente, y que sólo deja de aullar a la aurora, entonando la llamada de lo salvaje, para regresar como un peregrino al lugar en el que murió el único ser humano al que amó. Ese, es el “qué”.

Porque suficientemente ya nos aparta la tecnología de lo que somos y lo que hemos sido. Porque suficientemente despreciamos el medio natural que nos dio la vida y la mantiene. Porque suficientemente poco apreciamos, inmersos en nuestra vorágine de cemento y hormigón, en nuestra cárcel de lo inmediato, el placer de lo sencillo: contemplar un fuego, una noche como panorámica al espacio infinito, los sonidos lejos de la ciudad o los olores lejos del humo de motor.

Y todo lo anterior, más el título, es el “por qué” hay que leer a Jack London.

“Cada otoño, cuando los yeehat siguen el movimiento migratorio de los alces, hay un valle en el que nunca se adentran. Y hay mujeres que se entristecen cuando alrededor del fuego se cuenta cómo fue que el Espíritu del Mal escogió como morada ese valle.

Sin embargo, el valle recibe todos los veranos una visita de la que los yeehat no llegan a enterarse. La de un gran lobo de espléndido pelaje, parecido, y sin embargo distinto, a todos los demás lobos. Atraviesa solitario la venturosa región de los bosques hasta alcanzar un claro entre los árboles. Allí fluye una corriente de aguas amarillas por sacos podridos de piel de alce que se hunde en la tierra, entre altas hierbas que protegen del sol ese amarillo, y allí permanece un rato y aúlla una vez de un modo prolongado y lastimero antes de partir.”

 

Foto: aminoapps.com