sábado, 20 de abril

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Barricada Cultural

 

El último peregrino del milenio

por Ignacio Gracia

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Hoy es la penúltima etapa del Camino de Santiago en bicicleta. Llevo casi una semana pedaleando desde Ciudad Real. El viaje se organizó en el último momento, y como moraleja he aprendido que es peligroso planificar ocio después de una copiosa cena bien remojada con vino, sobre todo cuando mientras te sirven la cuarta copa con ojos brillantes y sonrisa floja, se plantea una alternativa del viaje comenzando con la pregunta: “¿A que no hay huevos…?”

Fruto de esa pregunta estoy aquí a punto de descubrir la razón de la locura colectiva que desde hace siglos aventura a gente práctica a hacer un viaje de turismo que te acaba por cambiar la vida. El desafío era atractivo: recorrer algo más de 700 km en bici a partir del día siguiente, para llegar a Santiago el último día del último año jubilar del milenio. Y teníamos que salir mañana, bueno, en realidad dentro de unas horas, a ver si hay suerte y no se abre otra botella…

Al final salimos, tardísimo, después de preparar bicis y equipaje con prisas, resaca e histerismo de última hora. Pese a que las primeras etapas hasta enlazar con el camino leonés se hacen eternas bajo un sol de justicia, pronto dejamos las resecas llanuras manchegas y empezamos a disfrutar del paisaje. Para ser sincero estoy un poco decepcionado. No con el itinerario, pero sí con el exceso de peregrinos, ¿turistas?, que han tenido mi misma idea. Salvo algunas excepciones, estoy convencido de que estoy metido en un argumento publicitario más y que las razones de espiritualidad, viaje interior o peregrinaje, pasaron a la historia hace mucho absorbidas por un mundo globalizado, vendido en monodosis por multinacionales.

Este penúltimo día hemos conocido a Ramón, un personaje muy peculiar. Monta una bici medio oxidada y usa como alforja una bolsa de plástico de un centro comercial sujeta con tres nudos al manillar. Lleva unos zapatos de lona calados con agujeros, de los que se usaban para ir al campo hace 40 años. Con una barba grisácea larguísima, concha y sombrero de peregrino, da la impresión de ser un zumbado, sobre todo cuando te cuenta que lleva un mes y medio haciendo el camino desde Roma.

La verdad es que tiene mérito lo que hace, si es que vale para algo. Sólo cambia de plato ―de rueda catalina como dice él―, porque no sabe cambiar los piñones, y cuando la pendiente es muy exigente se baja de la bici y hace el tramo a pie, casi a la misma velocidad que con mi 34 de piñón. Hacemos la penúltima jornada coincidiendo con Ramón en muchos tramos, hasta que lo perdemos de vista, pero nos vuelve a alcanzar en el albergue. Llega casi de noche. Cuando nos despertamos al día siguiente para afrontar la última etapa ya había partido con nuestro mismo objetivo.

La jornada final transcurre entre la alegría de acabar un viaje sin percances y la aglomeración de turistas y peregrinos que me acaba de agobiar. Llegamos a Santiago. Vamos directos a la Catedral sin pasar por el albergue pensando que tiene que ser un día de gran aglomeración, último día del último año jubilar del milenio. Estábamos en lo cierto, tal y como íbamos a descubrir en breve. Con el fin del año jubilar, el obispo cierra una puerta lateral con un martillo de plata, en un acto simbólico. El año se ha cerrado, el próximo pertenece a otro milenio y, quizás, a otro tipo de viajeros del camino del siglo XXI.

Cuando el romanticismo de la última ocasión del milenio se suma al carácter español de hacerlo todo en el último momento― yo soy un ejemplo―, se obtiene como resultado lo que tengo delante: una plaza abarrotada, con gente de multitud de países que portan mochilas o bicicletas, de mal humor y felices a la vez, destrozados por el cansancio, empujándote y dándote codazos constantemente. Hacemos cola para pasar por la puerta lateral, la de los peregrinos, la del martillo de plata. Después de 40 minutos me doy cuenta de que la gente no entra por ese acceso y circula, parsimoniosamente y derrotada, hacia fuera. No puede ser. La verja de acceso a la puerta está cerrada.

Después de otro rato llego a la verja y compruebo que han reservado el lugar que separa hasta la puerta para las autoridades políticas, eclesiásticas y la televisión. Hay varios escoltas de traje impecable mirando desafiantes tras la reja. El presidente de la junta, Manuel Fraga, está en la catedral. Esto está a punto de empezar. Estoy decepcionado, pero parece lógico que en un sitio tan estrecho y con una gran afluencia de peregrinos, haya que reservar el lugar para hacer el teatrillo con las autoridades. Esto pasa por las prisas de última hora.

La mayor parte de los peregrinos circula, pacientemente, hacia los otros accesos, algunos se vuelven y otros permanecemos al lado de la verja para intentar ver desde fuera el cierre de la puerta que parece inminente. Otra vez tengo la sensación de que somos turistas que aguantamos todo y que seguimos pacientemente el recorrido dispuesto por la agencia. Abatido, sofocado por el calor y el cansancio, torpemente le doy vuelta a la bici para retroceder a la plaza principal, me zambullo dentro del río de personas. Tropiezo con una rueda. Hay una bicicleta oxidada en dirección contraria a la mía. Reconozco entre el gentío a Ramón, que mira hacia arriba con aire absorto. ―¡Qué putada!―, pienso. Venir desde Roma para que te den con la puerta en las narices. Intentó saludarlo, pero no me mira y la multitud que se bate en retirada me va alejando de él. Me doy la vuelta.

De repente la plaza enmudece. Algo sucede a mi espalda. Una onda densa de silencio se propaga brutalmente a través de la multitud, como una explosión sorda. Tres latidos más tarde, cuando todas las cabezas se giran hacia el mismo punto, el silencio se rompe por el sonido metálico de unos goznes que chirrían. Ramón se ha encaramado la verja y va a saltar al otro lado.

Ahora lo que se eleva a la atmósfera es un murmullo de asombro, que crece durante el breve lapso que tarda Ramón en bajar al otro lado. Enseguida se encuentra rodeado de escoltas, que se abalanzan sobre él y lo derriban para inmovilizarlo. Ramón sólo alcanza a pronunciar un único quejido agónico:

―¡Derecho de peregrino...!―

Derecho de Peregrino. La invocación mediante la cual se reclama asilo en lugar sagrado. Un derecho ganado a lo largo de 20 siglos. Una ley no escrita, pero respetada desde Reyes hasta mendigos. Una fórmula parte de la historia, un vestigio del pasado que hace mucho que no se reclama, algo obsoleto en estos tiempos; pero es la única ley que resume los principios del viejo camino. Y se acaba de pronunciar en el lugar más sagrado de la vía, en la Catedral de Santiago. Derecho de Peregrino.

Los escoltas ya han inmovilizado a Ramón, le apretujan la cara contra el suelo y le apuntan con las armas. Ramón intenta gimotear, pero no puede respirar por las personas que tiene encima con las rodillas en su espalda y el cuello, que le asfixian. Ramón no puede repetir la fórmula, pero la flecha ya se ha lanzado, y los espectadores del otro lado de la verja propagan su reclamo como un trueno entre el resto de peregrinos de la plaza y las calles de Santiago.

―¡Dejadlo en paz! ¡Derecho de Peregrino!―

Nos apretamos contra los hierros gritando cada vez más frenéticamente las tres palabras. La multitud se enardece, la reja se zarandea con furia y oscila peligrosamente. La masa ha perdido el control. El volumen de los gritos sigue creciendo. Los escoltas miran con estupor a los del otro lado que reclaman como posesos. La atmósfera es irrespirable.

Algo mágico acontece. Cuando las gargantas se tensan al máximo, surge una voz misteriosa que las apoya y las eleva hacia el cielo. A nuestras voces se suman los ecos de aquellas que pertenecieron a las legiones de caminantes que desde tiempos inmemoriales precedieron nuestros pasos. Algo místico se despierta, las piedras, Santiago mismo, vibra para gritar derecho de peregrino, sumándose a nuestro reclamo. El camino está latiendo para tomar partido por Ramón, vivo como una red de arterias del mundo por las que circula sangre desbocada, la misma sangre a lo largo de los siglos. Después de 15 días de rodar sobre él, en el último metro, empotrado contra la verja, acabo de descubrir el auténtico significado del camino.

Salen el obispo y el presidente, atónitos. Dialogan con gestos desencajados señalando a Ramón. Llaman a los escoltas y les ordenan levantarlo. Entre gritos de júbilo del gentío lo acompañan a cruzar la puerta de la catedral. Con el vello de punta y los ojos húmedos contemplamos como Ramón fue el último peregrino del milenio en cruzar la puerta de Santiago. Gracias, Ramón. Nunca te volví a ver. Gracias por mostrarme que todo no está perdido. Gracias por ser tú el último que cruzó la puerta. Por tus arrestos. Por tu locura. Derecho de Peregrino.

 

Foto: mindfulnessycompasiongarciacampayo.com