sábado, 20 de abril

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Barricada Cultural

 

Eslabones IX: Mirar al diablo

por Ignacio Gracia

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Juan García desobedeció a su abuelo por primera vez en su vida y miró a los ojos al Diablo. El Diablo le devolvió la mirada y se abalanzó sobre él.

 

Juanillo tenía seis años. Desde hace poco se había encargado de cuidar en solitario el rebaño más alejado en el valle chico, un rebaño numeroso a pesar de su edad. Era una gran responsabilidad, porque algunos días tenía que dormir separado del cortijo, bajo el parapeto de piedra expuesto a la intemperie un par de kilómetros alejado del resto de los pastores y del ganado. Pero en su mundo de miseria nunca se decía que no a un desafío, a más trabajo. A pesar del frío del relente mañanero, Juan prefería para dormir el infinito cielo manchego al ruinoso cortijo que compartía con otros seis pastores e innumerables ratas. Allí dentro todo era conocido, era capaz de distinguir una por una a las más de 250 ovejas, y hasta a alguna de las ratas más viejas, de bigotes canosos que conocía desde siempre. En verano notaba sus pisadas rápidas y frías sobre el pecho. Refrescaban las inacabables noches de bochorno, en las que el calor acumulado durante el día salía de debajo de las piedras y pretendía abrasarlo todo.

Cuando hacía frío le gustaba dormir cobijado junto al tibio pelaje de Diana, su perrilla. Ese abrigo era mucho mejor que la raída manta de paño. Siempre prefirió la soledad a los otros compañeros, o eso creían ellos. La verdad es que hablaba poco. Muy poco. Y esa era la primera razón por la que prefería estar apartado. Era el más pequeño, del que siempre se reían y el que no acababa nunca de entender la bromas maliciosas que le gastaban sus compañeros, dándose codazos y tocándose la zona del bajo vientre. La segunda de las razones era que no estaba solo en el refugio de piedra. Tenía a Diana, a sus ovejas, a las estrellas, a los infinitos compañeros que lo vigilaban tras las matas, tras las piedras. Los que se podían escuchar por la noche, o incluso por el día si aguzabas la mirada y eras inteligente para leer el rastro y entender el lenguaje y la liturgia de otras especies. La tercera era que ese mundo enorme que lo rodeaba era justo, despiadado a veces, pero justo. Y que ningún animal disfrutaba de la crueldad como lo hacían alguno de sus compañeros pastores.

Allí aprendió a valorar las cosas en su justa medida. Años después comprobaría que el valor de un hombre depende, generalmente, del precio de una bala para el que le está apuntando. Pero aquel verano aprendió la gran lección de humildad de la naturaleza. Descubrió que el hombre no era el rey de los seres vivos. Pudo comprobar la existencia de dioses, de diversas formas y maneras, que lo veían y lo entendían todo con solo rastrearte. Que el idioma de los hombres no era el único que existía, y que el hecho de que no fuésemos capaces de entender o de escuchar no quería decir que el campo no fuera un océano de conversaciones entre sabios, un fluir sin límites de códigos y secretos aullados a voces a la noche, zumbidos en el aire, rastros sutiles escritos y repetidos desde el principio de los tiempos.

Y una de aquellas noches conoció de cerca a uno de aquellos dioses. La noche que atacaron los lobos la cerca. Diana acababa de parir hacía pocos días una camada de cachorros. Seguía durmiendo acurrucado junto a ella, y hasta le dejaba lamer como un cachorro más de su teta una leche rosácea y salada.

Atacaron por la noche. Tres oleadas coordinadas. Los aullidos que adelantaban su presencia eran parte del plan. La primera oleada tuvo por objeto descubrirnos y comprobar nuestra capacidad de reacción, asustarnos y medir nuestras fuerzas. Este ataque consiguió separar a Diana de los cachorros, al encararse mi perra a dos de ellos a la entrada del parapeto. Mientras tanto, por detrás del muro una segunda oleada de dos lobos a nuestra espalda se llevó los cachorros en lo que dura un parpadeo. El último lobo les guardo la retirada, la última oleada, el macho alfa de la manada. Me esperaba a mí, que acababa de saltar el muro para perseguirlos. En ese momento fui consciente de que nos habían tendido una trampa, que habían jugado con nosotros como cuando yo cazaba conejos con los hurones bloqueando todas las salidas de las madrigueras menos una. Que había animales mucho más inteligentes que nosotros, que eran el último eslabón de la escala evolutiva, la pirámide de los depredadores desde hace, quizás, milenios. Entendí súbitamente el odio casi religioso de los pastores por estos animales a los que temen desde siempre más que al propio demonio. Eran el demonio. Un callado de pastor con una porra de una raíz en la punta no era arma con la que enfrentarse a aquel animal bello que me enseñaba los dientes jubiloso y desafiante. Hice lo único que podía hacer en ese momento, temblando de miedo. Mirarlo a los ojos.

 

Foto: loboswiki.com