sábado, 27 de abril

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Barricada Cultural

 

Relojes con manecillas oxidadas y piedras en el desierto

por Ignacio Gracia

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Me gusta llevar un reloj que perteneció a mi padre, que a su vez heredó del suyo. Es un Dogma normalito de cuerda, muy viejo. Algunos definirían su estado como lamentable: tiene las manecillas oxidadas, y una parte de la esfera –arlequinada en forma de rombos, al uso de la época de Bogart-, con una mancha verde que delata el cobre de los números. La esfera es curva, y en parte está llena de grietas. El resto de la caja también está repleta de marcas del paso del tiempo y de la vida de sus portadores antes que yo. Pese a todo va perfecto, y por dentro la maquinaria parece la de un tanque, según mi primo el relojero. Algunos me recomendarían que lo cambiara por uno moderno, o al menos que le reemplazara las manecillas y la esfera por unas nuevas, con metal y vidrio pulidos y brillantes. O la solución práctica, que es comprar uno de los modernos que se llevan ahora estilo vintage, pero solo con el look, porque son de cuarzo y evitan la molestia de darle cuerda cada noche, dan la hora perfecta y como son nuevos marcan estilo con una apariencia flamante y mejorada. Apariencia… ¿Estamos locos? Lo que me gusta de este reloj son precisamente sus defectos. Son los que le dan personalidad, hablan de lo que ha vivido y lo que le hace diferente del resto. De los malditos relojes perfectos, de los nuevos. De él valoro lo que he aprendido a apreciar de las personas: las arrugas y las cicatrices. Hablan mucho más de uno mismo que cualquiera de las palabras que se intenten decir.

No me llaman la atención los coches deportivos. Pero alucino con las historias que me contaban del primer coche de mi abuelo materno. Era un Ford modelo T, el de las películas de los gánsteres, matrícula CR-13. No CR-0013, trece a secas. ¿Hace mucho tiempo, verdad? De los tiempos en los que las carreteras eran caminos de tierra, en los que todo era nuevo y estaba por hacer. Donde se conducía sin prisa, y los conductores eran a la vez portadores de noticias y a veces de algo de estraperlo. Tiempos en los que no importaba hacer un alto en el camino para hacer una espera asomando la escopeta que siempre estaba a mano desde la ventanilla. Era un coche en el que el chasis y las ruedas eran de madera, de forma que cuando llegaba el verano había que regarlo frecuentemente para que la madera se hinchara y no hiciera un ruido lastimoso debido a las holguras. Se arrancaba con una manivela de hierro girando por la parte de delante y cuando se acercaba a los pueblos bramando como un animal prehistórico su llegada siempre era celebrada por un grupo de chicos que lo perseguían y se subían al pescante. Imaginaos las aventuras que se podían vivir allí. Lo llamaban el saltacharcos. Al igual que el reloj, era un coche con alma.

Cubierta ya la primera mitad de la vida –el punto de no retorno-, estos detalles se valoran y se reflexiona sobre las cosas importantes. O por lo menos eso suelo hacer desde hace algún tiempo, ejercicio que os recomiendo de forma encarecida. Curiosamente algunos hechos que más me han invitado a la reflexión las viví montando en bici –penando en bici sería la definición correcta-, junto a unos amigos en una excursión organizada cerca del desierto del Sáhara. Las preocupaciones sobre el calor del desierto se disiparon el primer día, al comprobar que ese clima en mayo me era más que familiar. Me hacía sentirme en mi pueblo, recordando los partidillos de fútbol en las eras de tierra de las tejeras en agosto. Sin embargo, el problema fue cubrir alguna jornada a dos ruedas de 100 km con el aire en contra, en la que no se estaba bien de ninguna forma. Incluso cuando nos querían proteger del viento los Land Rover de la organización, la arena que nos tiraban a la cara nos hacía daño, de forma que preferíamos ese viento sonoro que fascina en mitad de la soledad del desierto. Y encima invitándonos desde el coche a que nos bajásemos de la bici y las subiésemos al vehículo, hecho deshonroso para un ciclista. El caso es que solamente pensaba en bajarme de la bici, pero esperaba que lo hiciera primero mi amigo Asterio. Y como el cabrón no se bajó, por poco reviento pero acabé la jornada por no bajarme antes que él. Después de unas horas que tardamos en reponernos, le acabé confesando que gran parte de la ruta estuve esperando a que pusiera un pie en el suelo para tirarme de la bici, a lo que me contestó: “Yo también esperaba a que te bajaras tú primero”. Gracias al orgullo, el uno por el otro llegamos más lejos de lo que pensábamos.

Otro día de ese viaje pasamos por un cementerio a la salida de un poblado. Yo no me di cuenta, solo vi un sitio extraño, especial, donde había piedras blancas. Luego me explicaron que allí los cementerios son así. La familia te entierra y como marca de la tumba se coloca una piedra que solo la familia y los amigos son capaces de reconocer, sin letras ni epitafios. Reconociendo con la humildad de los moradores del desierto que al final todo se lo lleva el viento. Que cuando mueran tus nietos nadie te recordará, y que por mucho que esculpas letras en mármol o levantes monumentos serán enseguida olvidados y luego polvo como todo lo demás. Un brutal ejercicio de realidad y de humildad en un sitio donde se percibía un silencio o una paz especial. Una imagen sobre la que reflexiono a menudo y me hace intentar valorar algunas de estas cosas tan peculiares de las que hablo. Algunas a veces viejas u oxidadas. Esas cosas que simplemente tienen alma.