Pensaba empezar estas líneas contando que una de las cosas que primero me llamó la atención al llegar aquí fue el sabor dulce de la leche, de la normal que tomaba y tomo cada mañana con el café. Fue uno de los primeros choques respecto a la alimentación, junto con el hecho de que por más que miraba la etiqueta, no encontraba explicación alguna a ese dulzor. Era leche enriquecida con vitamina D y punto.
Tres años después me sigue pareciendo que la leche está más dulce aquí que en España, y justo esta semana que me había decidido a escribir sobre la omnipresencia del azúcar en la alimentación de los americanos, me ha dado por mirar y comparar con un par de marcas de leche españolas y resulta que no, que todas tienen una cantidad de azúcares similar. ¡Empiezo bien! Iba a escribir sobre el azúcar y resulta que el primer alimento que escojo no presenta diferencias…
Pero no me desanimo. Hay muchísimo más donde elegir… El pan, por ejemplo, sin ir más lejos. Como me ha recordado mi amiga Ana recientemente, ya no es sólo que el pan sea blando y gomoso, es que en cuanto te pones a mirar la composición, entre los tres o cuatro primeros ingredientes está siempre el azúcar. Y da igual la variedad que elijas, baguette (o la idea que aquí tienen de lo que es una baguette), chapata, barra o pan redondo, siempre cuentan con algún dulcificante.
A lo mejor a alguien le parece que exagero un poco, o que veo como raro algo que en España ya es también habitual, pero, por desgracia, las cifras hablan por sí solas. Según un estudio llevado a cabo en 2015 por Euromonitor International, los americanos ingieren más de 126 gramos de azúcar por día, más del doble de lo recomendado. Sin que sea motivo de orgullo, porque aun así andamos lejos de los niveles recomendados por la OMS, en España esa media ronda los 94 gramos por día.
Mi experiencia aquí, aunque entiendo que no todo el mundo puede estar de acuerdo, me dice que esa diferencia de consumo tiene dos razones principales: el gusto por los dulces llevado al extremo, y la presencia de azúcares y sus derivados escondidos en casi cualquier producto del supermercado.
Respecto a lo primero, evidentemente, a nadie le amarga un dulce, pero a mí por lo menos, me llega a disgustar lo dulces que están los dulces aquí. Porque ya no es sólo que existan cien mil variedades de muffins, cupcakes, donuts, pies o pasteles, y tartas de todo tipo… es que a veces están tan azucarados que llegan hasta a tener un sabor completamente artificial. No sé si esta preferencia es algo cultural, pero lo que también he notado es que no hay mucha contención y cualquier excusa es buena para el “atracón”, precisamente quizá porque los dulces no son caros, y son ubicuos y omnipresentes. Y me da la sensación de que no hay “estacionalidad”, porque todo está disponible siempre. Es como si en España hubiera torrijas todo el año y por sistema…
Además, con frecuencia se ven innovaciones del tipo tarta de queso bañada en chocolate, pinchada en un palo y congelada, para comer como si fuera un polo de helado, pero a bocados. Y ya que he mencionado la tarta de queso, os cuento que existe una cadena de restaurantes-pastelerías que se llama “Cheesecake Factory”, algo así como la “fábrica de tartas de queso”, y en cuya carta se pueden encontrar más de 35 variedades diferentes de ese “postre” (aquí el entrecomillado expresa ironía, pues hay gente que va a desayunar…).
La segunda parte, ese azúcar escondido en casi toda la comida, está relacionado también con el amor por los precocinados y la comida preparada que ya os he contado alguna vez. Todos esos productos llevan cantidades ingentes de azúcar para mejorar el sabor, y lo mismo ocurre con las salsas (la barbacoa, la primera), los aliños, los yogures y hasta el sushi que se ha puesto tan de moda (buscando información para estas líneas, me acabo de enterar de que el arroz de los “rollitos” se trata y se cuece con azúcar).
Viendo, y viviendo, todo esto, se entiende mejor ese aumento de los problemas de salud relacionados con la obesidad, la diabetes y las enfermedades cardiovasculares que están haciendo sonar las alarmas, y que ya se están empezando a considerar en términos de epidemia. Y es que ya se sabe, científicamente hablando, que tan malo es el azúcar como las grasas.
Pero para mí el gran problema, más allá de ese amor por los dulces, es ese azúcar escondido en los alimentos. Yo intento seguir la dieta mediterránea y comer, más o menos, lo que comería en España (tres o cuatro euros más caro todo, eso sí), pero aun así puede que esté añadiendo, sin saberlo, azúcar a mi cupo diario si un día me da por comer pan. O yogur. O jamón de york. Intento mirar siempre las etiquetas, pero no siempre es fácil discernir si “cebada de malta” o “jugo de caña” (en inglés, para más inri) quieren decir en realidad “azúcar en vena”.
Pues imaginaos si encima no hay tradición ni cultura de mirar las etiquetas… Así pasa, que el americano medio toma postre seis veces al día, quizá dos de esas veces conscientemente. ¿El resto? Sin saberlo.
Yo, por si acaso, seguiré investigando el caso de la leche dulce, no vaya a ser que al final haya algún terrón por ahí escondido…
Foto: Cheesecake Factory