viernes, 29 de marzo

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Barricada Cultural

 

Esa extraña cosa que se llama clase (con tres balazos de máuser)

por Ignacio Gracia

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A medida que cumples años vas cambiando de gustos. Por hábito, por predestinación genética o por simple madurez. Llega un momento en el que empiezas a apreciar el sabor amargo, las verduras, el pescado. Matices más delicados y menos contundentes, más sutiles. De alguna forma te ves reflejado en tus padres cuando compartes alguna de sus preferencias -esas que detestabas- y seguro que cuando repites muchos de sus gestos. En cuestiones musicales yo pasé de mirar despectivamente las cintas de rancheras y boleros que escuchaban mis mayores hasta el hecho de emocionarme con sus letras una vez que la vida me regaló algunas arrugas y cicatrices. Quizás era solo una cuestión de tiempo. Lo raro de mi caso es que este cambio de gusto no fue sólo por el mismo tipo de música que les gustaba a mis padres y abuelos, sino literalmente por la misma intérprete. Hablo de María Dolores Pradera. Hace unos años tuve ocasión de ir un a concierto en Ciudad Real de aquella chica de la foto de la cinta de casette junto a mis padres, y la verdad es que fue emocionante. Aquella joven había dejado paso a una señora de más de ochenta años, pero si os digo la verdad, me pareció más guapa. En su día no entendí a mi abuelo cuando me comentaba el arte que hay que tener para cantar y bailar encima de una baldosa. Después descubrí que es simple cuestión de clase, algo cada vez más difícil de encontrar y que la cantante rebosa a raudales.

Fue esposa de Fernando Fernán-Gómez, y mucho, muchísimo más. Su vida se convirtió en las letras de las canciones que interpretaba. Y qué quieren que les diga. Que hay que tener clase para romper con una persona diciendo: “devuélveme el rosario de mi madre y quédate con todo lo demás…”. Para ir amarradita del brazo de un señor de “esos antiguos, de los que conocieron nuestros abuelos, de los que llevan jazmines en el ojal aunque no se estile”. Para enamorarse con todas las consecuencias de un marinero de cabellos de oro que va camino de la Habana, y esperarlo toda una eternidad si hace falta. Estar “toda una vida contigo, no me importa en qué forma, ni dónde, ni cómo, pero junto a ti…” Tener celos de un río por ver reflejado un rostro del que las rosas tienen envidia, con funesto presagio. Clase es saber perder, emborracharse por el amor perdido y “si te preguntan diles que es por ti porque yo tendré el valor de no negarlo”. Saber herir, recordando con fría certeza que el castigo del desdén será el de “extrañar tus besos en los propios brazos de quién esté contigo”. “Enredarse en amores sin ganas ni fuerza por ver si te olvido”. Reconocer la emoción que hace desgranarse el pecho a un caballo viejo por una potra alazana. Y mi favorita, la de dedicar una canción al caballo que acató tu voz de mando y se abalanzó sobre tu pelotón de fusilamiento. El prieto azabache que corrió con tres balazos de máuser, salvando tu vida a cambio de la suya.

Decía Gabriel García Márquez que la vida sería muy difícil sin lo que dicen por nosotros las letras de los boleros. Sea este un homenaje en vida, como debe ser, a una auténtica señora de la canción y de la vida misma.

 

Foto: abc.es