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Barricada Cultural

 

El tebeo del pastor (Accésit concurso de Relato de la VI edición de concursos culturales universitarios CreaCIC 2016 UCLM)

por Ignacio Gracia

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El niño recorre las vías del tren buscando trozos de carbonilla para malvender a los de la fragua, sin quitar los ojos de las ovejas que pastan en la linde. Lleva cuidando el rebaño desde los 6 años. Quizás haya suerte y encuentre una peladura de naranja. ―Jo, o un caramelo, ¡Cómo sería encontrar un caramelo!―. Desde lejos vislumbra algo arrugado y colorido. ―¡Un tebeo!―. De Roberto Alcázar y Pedrín. El chico no sabe leer, pero percibe que hay un mundo encerrado en esas hojas que contempla absorto.

Aquellas páginas lo atrapan en un torbellino de países exóticos y promesas de aventuras. Las guarda celosamente en una raída caja de cartón en el morral junto a sus otros tesoros: un botón, unas piedras de cuarzo y el viejo escapulario de su madre, su único recuerdo. Nadie sabe cómo, pero el pastorcillo aprende a leer por sí mismo, interpretando los signos de los dibujos como huellas de animales en el barro, hilando letras e historias como se sigue el rastro de un jabalí. Descifra las letras en miles de ratos placenteros en los que cuidando el ganado saca con sigilo el tebeo del morral. Su recompensa tras una interminable jornada de trabajo consiste desde entonces en ir al escondrijo y descubrir el sentido de las palabras, a la luz de un candil o una vela de sebo.

Y conoce lo que es la decepción. La incomprensión. La envidia de los que te rodean y empiezan a verte como una amenaza, o simplemente diferente. El tebeo arde en la lumbre del cortijo entre las carcajadas de los otros pastores que se ríen de sus lágrimas. Es una debilidad, algo no permitido para un huérfano de una España sumida en la miseria de la posguerra. Pero ellos no saben que la débil luz que emite el tebeo antes de arrugarse, negro, entre las llamas de los troncos de encina, le va a iluminar toda la vida.

Porque todos los pastores saben que tras el invierno y la ventisca llegará la calma, que las presas vuelven siempre a los abrevaderos. Así, por casualidad, un día que va a vender queso a la plaza del pueblo descubre la biblioteca municipal. ―Aquí es donde están todos los libros―, se dice boquiabierto. El silencio de la sala es fantástico, relajante. Huele a polvo, a cuero viejo, a libro. Fascinado, desliza la mirada sobre los gigantescos lomos verdes de la enciclopedia Espasa, como si viera un bosque de árboles perfectos. Después de cinco minutos cae en la cuenta de que está allí para entregar un encargo a la bibliotecaria, Mise, que lo mira con una mezcla de sorpresa y ternura.

El pastor finalmente cobra el queso y, turbado, se da la vuelta, pero no puede abandonar la biblioteca. Quiere esperar un rato más antes de regresar a su vida. Mise le sonríe con sus ojos claros y le tiende un libro infantil. El chico se contempla las manos encallecidas y sucias, sintiéndose terriblemente avergonzado, indigno de lo que ofrecen, pero mirada y libro le siguen apuntando. Apoyándose en la sonrisa de la bibliotecaria, se restriega fuerte las palmas en los pantalones y coge el libro temblando. Lo abre acariciándolo con las yemas de los dedos. Ya está hecho.

Ese día solo vendió un queso. La paliza del mayoral no importó, sobre todo cuando agazapado en el refugio al calor tibio del pelaje de Diana, su perrilla, sacó del zurrón el libro y aspiró de nuevo su olor.

Desde entonces vendió muchos quesos, porque le interesaba frecuentar la plaza del pueblo y su biblioteca. La lectura se convirtió en un hábito, y el zurrón era cada vez más pesado y voluminoso. A medida que leía notaba que la cabeza le bullía, que era más inquieto. Pero que cuando se sosegaba era un poco más prudente, más tolerante. Más sabio. A lo largo de esos años cazó animales salvajes junto a los personajes de Hemingway. Convivió con los peculiares habitantes de los pueblos manchegos de García Pavón y cabalgó a lomos de un asno, acompañando a caballeros soñadores que luchaban contra gigantes. Viajó a pueblos fantásticos como Macondo, sorprendentemente familiares. Comprobó que los lobos de la estepa aúllan como los de la meseta, sobre todo cuando lo hacen desde dentro del alma. Descubrió como Siddhartha que el sentido de toda una vida y de la vida misma consistía en sentarse a escuchar al río. Todo. Todo se despliega ante sus ojos a través de la pequeña ventana que sostiene entre sus manos.

Y entonces decide que quiere estudiar. Sorprendentemente sus compañeros lo apoyan. Se da cuenta que todos conocían su secreto y que le cubrían durante los ratos de lectura. Ya no es una amenaza. Se ha transformado en un hombre de quien pueden estar orgullosos. Mejor que ellos. Y en la miseria se apoya al que manifiesta un don, porque es la única forma de ser recordados. Es la ley de los pobres, aquella en la que los libros son sustituidos por relatos al calor del fuego. En las que los ancianos son las únicas bibliotecas, donde el único legado posible se transmite de forma oral. Todos los del cortijo saben lo que deben hacer. Por una vez en la vida todos los vientos le son favorables.

Decían que era imposible que un pastor sin formación se metiese en la cabeza esos enormes libros que había que estudiar para las pruebas de acceso. Se equivocaban. Los personajes de los libros, los libros en sí mismos le daban una tranquilidad y un empaque desconocidos para él hasta ese momento. Efectivamente era una persona diferente. Lo más difícil fue dar el primer paso. Lo más difícil fue querer hacerlo. Decían que era imposible trabajar con las ovejas y estudiar. Se equivocaban de nuevo. Siempre hubo un amigo que le daba una palmada para despertarlo cuando caía rendido o le hacía café de puchero y apagaba un ascua en él antes de ofrecérselo. Que acercaba la vela para que viera mejor. Incluso Diana le animaba, entre lametones cariñosos y silencios respetuosos de aprobación perruna. Se equivocaron, del todo.

Porque el sueño del que le despertaban era premonitorio. Hablaba de una vida mejor, de acceso a la educación. De poder enseñar a tus hijos la cultura que tú aprendiste, para que no les engañe nadie. Hablaba de escuelas y Universidades públicas, de progreso. Del poder de la palabra. Del poder de los libros. De tebeos y de bibliotecas. Era un sueño sobre libertad. (Fin del relato).

(Nota del autor en enero del 2018):

Treinta años después nos encontramos disputando estúpidamente sobre la financiación de ese sueño. Hemos movido los focos a la arena política de debate, olvidando lo que tanto costó conseguir, aquello por cuyo logro remamos absolutamente todos. Porque éramos miserables y sabíamos que había que apoyar sin recelos, sin medida, a los mejores de nosotros para que fuéramos recordados, para que tuviésemos voz, aunque les pesara a algunos. Hoy nos peleamos como niños pequeños por las migajas que se caen de la mesa de ricos. Si seguimos así perderá nuestra región, nuestra razón de ser y nuestro futuro. Haremos feliz a más de uno que nos llama paletos, pero que teme en realidad nuestra potencialidad, nuestro mejor trabajo con menos recursos. Imaginaos la competencia que seríamos si tuviésemos las mismas oportunidades. No nos enzarcemos en una pelea por los despojos, porque al final si obviamos el tema de fondo lo único que compartiremos será más miseria. Reclamemos una financiación digna, no para sobrevivir o malvivir. Digna. Justifiquemos cada euro gastado como sólo se hace en la casa del pobre que está habituado a compartir del caldero de gachas –cucharada y paso atrás-, o de la sartén. Para que podamos seguir trabajando como bestias en la mejor tierra del mundo. Ese es el camino. Decía Lorca que hay verdades encerradas dentro de los muros que si saliesen a la calle y gritaran llenarían el mundo. Dejemos de pelearnos por banalidades. Abre tu boca de una vez y reclama en alto el sueño de aquel pastor valiente.

 

Foto: fluxy.bz